Mi Navidad

El amor que profesamos por las personas son las historias que vivimos.

Vivimos nuestra historia sin saber que está llena de misterios, como mi Navidad. A la representación del nacimiento de Jesús es a lo que llamamos el misterio de la Navidad, que no es más que el misterio de la Sagrada Trinidad. ¿Podría yo revelar el misterio de mi Navidad?

Dicen que las casualidades no existen. Mi abuela Natividad, nació el 24 de diciembre. Era la pequeña de varios hermanos, bueno la pequeña hasta que llegó la más pequeña, Matilde. Rodeada de dramas y misterios. Al poco quedaron todos huérfanos y deciden trasladarse en piña a otra ciudad, Sevilla. Nuevos aires refrescarían su dolor. Éste, tampoco sería su hogar definitivo. Cosas del destino, tras su boda terminó instalándose en Cala. Un pequeñísimo y antiquísimo pueblo minero de la Sierra de Huelva. Varios embarazos malogrados y al final la vida le regaló dos niñas preciosas.

Puso Matilde a la chiquitina, mi madre. Una manera de recordar y honrar a su siempre querida hermana pequeña. Nunca entendieron la razón de su repentina muerte, tan joven. Mi abuela estaba maravillada con el asombroso parecido físico de estas dos niñas. Ella las había unido a través del nombre y pareciera que de alguna manera también enlazó su esencia.

Su marido falleció, ni demasiado viejo ni demasiado joven. Soportó estoicamente, los recelos y envidias de sus cuñadas, que consiguieron manipular la herencia y que la comunicación entre ellas no se volviera a restablecer.

Natividad y Matilde

Matilde, mi madre, fue una niña intrépida, sin miedos y amante de la libertad, también era tremendamente perfeccionista y autoexigente. Recuerdo su cara de gratitud y felicidad al rememorar su infancia, cuando acompañaba a su padre a visitar al ganado en los campos, montada a la grupa de su caballo, recorriendo caminos, atravesando riveras, visitando cortijos. Para ella toda una aventura. La mejor de las aventuras.

Mi madre, como su madre, tampoco fue muy bien acogida por la familia de mi padre. No tenía capital, decían. En una economía de subsistencia, eso era importante. Esto no fue obstáculo para su casamiento, con el que iniciaron un larga vida en común. Su común-unión dio a luz un hijo, Salvador y una hija, Matilde, la pequeña, yo.

A esta Matilde, nunca le gustó su nombre, era muy fuerte para una niña, hasta le daba vergüenza verbalizarlo cuando le preguntaban. Escuchar su nombre en público la ponía de los nervios. Ni entendía ni podía evitar por qué era tan fuerte el aborrecimiento y la inquina que le tenía a su nombre. Deseaba llamarse de cualquier manera, menos Matilde. ¡Vaya nombre para una niña! ¡Mira que ponerle ese nombre! De su madre sí, pero a la postre de una tía abuela que no conoció ni ella, ni su madre. Esto era cosa de su abuela Natividad. ¡Con lo poco que aportaba a su vida, tuvo que ser la responsable de su nombre!

Matilde se sentía un poco bicho raro. ¿Esta niña a quién sale? No le encuentro parecido con nadie, repetían todos y ella no sabía donde esconderse. Prefería los juegos y juguetes de su hermano antes que los suyos propios. Le encantaba estar en contacto con la naturaleza, mirar a las estrellas, estudiar e ir al colegio. Su incesante curiosidad la guiaba a querer entenderlo todo. Le costaba mucho trabajo acatar órdenes, si las consideraba injustas. Se sometía a ellas y ésto la hería en algo muy íntimo. Se asfixiaba. Quería libertad. Ser ella misma. No tener que atender siempre a normas injustas preestablecidas por otros y aceptadas por todos. Estudiar fue su salvación. A los 14 años emprendió vuelo, sin perder nunca los vínculos con su tierra ni con su familia, para ella, lo más sagrado.

Recorrió su vida como se esperaba, manteniendo siempre el tipo y la alegría. Todo era normalidad y bien-estar. Ella así lo creía. Así lo vivía.

Llegó el día en que su madre, con la que mantenía una relación cercana y distante al mismo tiempo, enfermó. El olvido se apoderó de su cuerpo. La vitalidad que la caracterizaba se desvanecía a una velocidad que daba nauseas. Tuvo que enfrentarse a la tan temida e incomprendida muerte, la primera vez que la tenía cara a cara y era su madre.

Se asombró cuando durante el proceso, cada día, presentía lo que iba a pasar, se lo contaba a su pareja y a sus hijos, sólo a ellos. Sólo ellos la entendían. Entendían a través de ella como la muerte, a veces, se acerca cariñosamente a las personas. La acompañaron como pudieron y como supieron todo el tiempo. Ella así lo sintió y así lo agradeció. A día de hoy aún lo agradece.

De pronto era Navidad. Como era norma de obligado cumplimiento, volvieron a compartir la siempre abundante cena de nochebuena, animada con los también abundantes y consabidos caldos. La enfermedad avanzaba y nada era igual, aún así, celebraron la vida bajo la protección del portal, una vez más. Esa era para ella la esencia de su Navidad. La que le habían trasmitido. La que había vivido.

Y llegó el tan ansiado día de los Reyes , la fiesta de la ilusión por excelencia. Cabalgata, regalos, sorpresas. Su madre se encargó de mantener siempre viva esta celebración aunque ya no fueran niños. Y así lo hicieron todos aunque ella estaba ya hospitalizada. SS. MM. también llegaron a visitar a los enfermos, ellos nunca se olvidan de nadie. Al quedarnos solas, empezó a hablar de su madre, de su tía Matilde; la que murió tan joven. No era su tía. Era su prima hermana. Un secreto muy bien guardado por la familia. Nunca le habían hablado mucho de ello. Mi curiosidad se activó. Hice preguntas que no respondía. Hablaba y hablaba, a veces sin sentido, me costaba entenderla. Yo la escuché. Habló de su tía María Jesús, de la injusticia, de vergüenza, de secretos, de dolor. Claramente deliraba. Yo no entendía nada.

Un dulce sueño se apoderó de ella y el silencio inundó la habitación. Me quedé a su lado, sosteniendo su mano. En ese duermevela que llega sin avisar, empezaron a aparecer imágenes: un amor excitante y prohibido, una adolescente embarazada, solitaria, quizá escondida y oculta bajo la protección de su familia. Una crisis familiar. Vergüenza. Silencio. Desesperación. Alegría, una preciosa niña que nace. Profundo dolor. Habladurías. Estrictos juicios sociales. La decisión familiar: ese bebé nunca sería su hija. Para siempre y para todos, Matilde sería la más pequeña de sus hermanas.

De repente entendí de dónde venía la vergüenza y la tirria que le tenía a mi nombre. El por qué tanto mi madre como yo lo heredamos: éramos las custodias del secreto familiar y debíamos revelarlo. Secreto encriptado en mi nombre. El misterio de “mi Navidad” quedó resuelto en ese precioso instante. Sentí como se unían en mí esas dos mujeres, en realidad tres, a las que nunca entendí ni me identificaba con ellas. Y en ellas estaban las claves de mi vergüenza, de mi nombre. Ellas integraban mi Sagrada Trinidad.

Extrañada, abrí los ojos, confusa. Me sentía libre de pesadas cargas y ataduras familiares. Observé a mi madre y comprendí que ya no estaba allí. Ella, con la misma ilusión que esperaba cada año la llegada de los Reyes Magos, los esperó ese año para partir con ellos. Ese fue su regalo, esa nuestra sorpresa.

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